Tras el trauma, el mundo se vive con un Sistema Nervioso Central diferente.
En respuesta a ese propio trauma y para manejar el miedo que persistió durante ese tiempo y posteriormente, se habría aprendido a “desconectar” o adormecer, para ser más fidedignos a la palabra, aquellas áreas del cerebro que transmiten los sentimientos viscerales y las emociones que acompañan al terror.
Entre algunas de las principales implicadas se encuentran la amígdala, el hipocampo, el cerebro reptiliano y la corteza parietal.
En definitiva: un esfuerzo orgánico titánico a fin de desconectar de estas emociones que para la persona resultan aterradoras, pero también adormeciendo sus capacidades para sentirse totalmente vivos.
Las personas que han experimentado algún suceso traumático suelen extrapolarlo a todo y tener miedo a sentir.
Sentir en general. Sentir una emoción moderadamente intensa, una alegría fuerte o se congelan ante la posibilidad futura de poder experimentarlas.
Ahora, el enemigo no es lo sucedido, sinó las propias sensaciones físicas presentes en la actualidad.
El miedo a quedar “secuestrado” por unas sensaciones supuestamente desagradables, hace que el cuerpo, literalmente, se congele.
Se suelen sentir crónicamente inseguros dentro de su propio cuerpo (no es de extrañar que eviten las relaciones sociales, ya que para ellos quizás serían demasiado intensas o imprevisibles: y si me río demasiado y siento mucho?).
Así, el pasado está vivo en forma de incomodidad interior constante.
Su cuerpo se ve contínuamente bombardeado por señales de alarma físicas viscerales y, en un intento de controlar estos procesos, suelen volverse expertos
en ignorar sus instintos y adormecer la consciencia de lo que sucede en su interior.
Si un organismo se queda bloqueado en el modo de supervivencia como en este caso, sus energías se centran en luchar contra energías invisibles, lo cual no deja espacio para el Amor, el Afrontamiento consciente y, en última instancia, para la Felicidad.